lunes, 23 de marzo de 2015

Torture Chamber



El cine de terror está de capa caída, eso está claro, solo tenemos que enumerar los cuantiosos títulos con los que se nos bombardea cada año, ya sea con la creciente saga Rec (Jaume Balagueró, Paco Plaza, 2007), que no hace sino repetir la fórmula entrega tras entrega, o películas "demoníacas" del estilo Líbranos del mal (Scott Derrickson, 2014), todas ellas rollos del montón que no ofrecen nada nuevo al espectador, a penas un poco de entretenimiento. Por eso es de agradecer que uno se encuentre de vez en cuando con una película como Torture Chamber (Dante Tomaselli, 2012), que aunque no nos deleita con nada nuevo, se nota que con pocos recursos, sus responsables por lo menos han hecho un buen homenaje a los grandes maestros del terror en el séptimo arte.
Y es que visionando esta cinta no podemos evitar recordar el cine de Darío Argento (Suspiria 1977, Phenomena, 1984) o Wolf Rilla (El pueblo de los malditos, 1960), con esa atmósfera inquietante que impregna cada escenario de la película en todo momento. Tanto el castillo donde sucede la mayor parte de la acción como los exteriores del mismo, son de lo más efectivo en cuanto a crear tensión se refiere. Y qué decir del niño protagonista, que sin articular apenas tres palabras en todo el metraje nos regala cada susto que ya los quisieran otros directores más conocidos para sus mediocres producciones. También es inevitable pensar en algunas obras del celuloide como Los chicos del Maíz (Fritz Kiersc, 1984) o ¿Quién puede matar a un niño? (1976) de nuestro Chicho Ibáñez Serrador, ya que el coro protagonista (o antagonista, según el prisma con el que se mire) nos retrotrae directamente a ellas.
Por último hacer una mención a la magistral banda sonora, que no podía ser más adecuada para el filme, y que nos evoca los tiempos del mejor Darío Argento.

Pdta: En los créditos finales el director hace algunos agradecimientos un tanto curiosos...





lunes, 16 de marzo de 2015

Locke

(Atención: Spoilers)

El director Steven Knight, creador de la aclamada serie Peaky Blinders, nos muestra en poco menos de hora y media un relato que no es ni curioso, ni emocionante, tan solo una historia sobre un capataz de obras públicas que coge su coche y por teléfono trata de enfrentarse a dos problemas, uno familiar y otro laboral, que amenazan con hundirle emocionalmente, ya que para él y para cualquier ciudadano de a pie con una calidad de vida más o menos buena,  tanto la familia como el trabajo son los pilares que mantienen la estructura de nuestra existencia y nos impulsan a seguir adelante en este corto pero transitado camino que es la vida. Como los edificios de Locke, cuya construcción no puede admitir un solo fallo, sin estos dos factores nuestra vida puede venirse abajo al igual que un enorme rascacielos se derrumbaría sin unos buenos cimientos de hormigón. No creo que la película en cuestión sea del gusto de todos, de hecho este tipo de cine no suele gustarme, donde la acción sucede en un único y estrecho lugar como es el todo-terreno de Locke, o yéndome a otros largometrajes del estilo como Buried (2010) o Última llamada (2002), o incluso el cortometraje español La cabina (1972).
Pero esta es diferente, ya que ni pretende darnos una lección, ni nos muestra algo fuera de lo común, simplemente es una historia que, como nos da a entender ese último plano final de la carretera transitada por decenas de coches, le puede suceder a cualquier conductor, a cualquier persona que se pueda considerar partícipe de la sociedad. Otra cosa que me ha llamado la atención es ese instante en que el protagonista se da cuenta de todo lo que está perdiendo y pasa por un momento de agobio mezclado con furia por no poder controlar la situación, pero al rato se sosiega y ve algo de esperanza, para después volver al mismo agobio de antes y finalmente llegar a esa sensación de extraña paz espiritual al escuchar el sonido del llanto de su nuevo hijo. Creo que esa sensación de estar en un bucle de emociones contradictorias podemos aplicarlo a nuestro día a día y comprobar que nos pasa más a menudo de lo que creemos.